Bailar
- Justine Hernández
- 13 feb 2023
- 8 Min. de lectura
Justine Hernández

La noche se enciende. Él abreva el segundo vaso de whisky muy lentamente desde la esquina del bar. Observa. Sus ojos se encienden al mirar las flores giratorias que las chicas crean con sus faldas de colores y el movimiento insinuante de las caderas. El ritmo de la música lo obliga a levantar los talones del piso y seguir el ritmo, pero en un segundo detiene instintivamente el movimiento y gira la cabeza para asegurarse de que nadie lo ha notado.
A Pablito siempre le gustó bailar, desde que pudo ponerse en pie la música despertaba su cuerpo, movía piernas y brazos, giraba gozosamente sobre su eje, daba pasitos para adelante y para atrás tratando de seguir los distintos ritmos que salían de la radio de la cocina de su abuela y sonreía, o lo hizo, hasta que alguien le dijo que esas cosas eran de niñas, que solo los jotos bailaban y que él era hombre. A los cuatro años supo que los hombres no bailan y aunque no entendió la palabra, entendió también que ser joto era peligroso y estaba prohibido. A partir de entonces dejó de bailar, no hubo poder humano que lo hiciera participar en las rondas infantiles o festejos escolares, además aprendió que uno podía volverse joto no solo por bailar, sino también por jugar con las niñas, por vestirse de color rosa y por llorar.
La vida era muy confusa; su madre, su abuela y sus hermanas lo hacían sentirse un extraño. Cada vez que él quería participar en cualquier cosa, lo mandaban al patio, estas son cosas de mujeres, cuando regrese tu papá le ayudas a lavar el coche, le decían. Pero la verdad es que muchas veces su papá no llegaba o cuando lo hacía, estaba borracho y se encerraba con su mamá en el cuarto desde donde se escuchaban golpes, gritos y lágrimas. Eso a Pablito le daba mucho miedo y corría a esconderse debajo de la cama, sus hermanas se consolaban con su abuela, pero él no podía llorar, los que lloran son jotos, así que apretaba dientes y puños lo más fuerte que podía, hasta que lo vencía el sueño.
Cuando Paulina su hermana menor, estaba en segundo de primaria, dijo que un niño le jalaba el pelo y la molestaba en el recreo, no le hagas caso, te pega porque te quiere, explicaron entre risas y bromas las mujeres de la casa. Pablito lo entendió todo, su papá y Juan, el novio de su otra hermana de diecisiete años, no eran jotos y las querían mucho. Pues cuando había peleas, las dos lloraban y se consolaban diciendo que así son los hombres, que al menos ellas eran la catedral y no una capillita, que ya regresarían como siempre con flores y un perdón alcohólico en los labios. Se prometió que al crecer sería un hombre como ellos, se esforzaría hasta lograrlo; aunque a él no le gustara el futbol, ni ver llorar a su mamá o a sus hermanas, aunque siguiera sintiendo ganas de bailar cada vez que se encendía la radio en la cocina.
Las luces de colores se reflejaban en la pista de baile. Al ritmo de una conocida canción de rock and roll, las parejas se acercaban y alejaban dando brincos sincronizados y volteretas complicadas. El olor del bar mezcla de sudor, perfume y tabaco trajo a la memoria de Pablo recuerdos de su incipiente adolescencia. Una de las tardes en las que su papá si regresó temprano del taller, le dijo que ya era hora de que se hiciera hombre, lo subió a la camioneta y condujo hasta que llegaron a una casa grande y sin ventanas a las orillas del pueblo. Las mujeres de esa casa eran muy distintas a todas las que él había conocido antes, se paseaban sin ropa o con muy poca por toda la casa. Les decían mi amor a todos los hombres del bar, quienes ebrios gritaban sin recato las palabras que su abuela prohibía en la casa, exigiendo según los apetitos otro trago, más botana o un bailecito y llamándolas mi putita o mi nalgona. Las niñas, las putas y los jotos bailan. Su papá llamó a una de las mujeres, sacó de su cartera dos billetes de quinientos y le dijo que era lo de la cuota del descorche. Ella guiñó el ojo, tomó a Pablo de la mano y se lo llevó a uno de los cuartos pequeños y sucios que se escondían detrás de la cocina. La pequeña cama y un ventilador de techo eran todo el mobiliario disponible. Órale pues cabroncito vamos a ver si ya se le para la pirinola, porque de aquí tiene que salir bien machito mi niño, le dijo Martita, la mujer de pechos grandes y cara pintarrajeada, que más que deseo le inspiró miedo. Pablo salió del cuarto pálido y sudoroso, su padre esperó en la barra y apenas lo vio, ofreció una tanda de cervezas para todos en honor de su hijo, fue la primera vez que escuchó su nombre en voz firme y orgullosa de su padre. Desde ese día dejó de ser el pendejo este, el escuincle baboso, el chiqueado de mamá y se convirtió en Pablo. Nunca le dijo a su padre que Martita lo había sentado en su regazo, lo había arrullado por veinte minutos y le había hecho jurar que nunca dijera lo que había pasado en ese cuartucho, promesa que nunca rompió, pues supo en ese instante que lo había logrado, que había entrado en la manada, que se había convertido en hombre. A partir de entonces a él se le servía primero la comida, podía beber cerveza, encerrarse en su cuarto sin que nadie lo molestara, sus hermanas hacían los mandados y podía salir sin tener que pedir la autorización de su madre o abuela.
Lo que más le emocionaba a Pablo de recibir esos sobres amarillos de mano de su padre, no eran las revistas de mujeres desnudas, ni el ocasional paquete de cigarros, sino el efectivo al que ahora tenía acceso semanalmente. Esos quinientos pesos le alcanzaban para ir a las maquinitas o para invitarle una nieve a Susi a la salida de la prepa antes de acompañarla hasta su casa. Los viernes podía quedarse con ella platicando hasta las nueve, siempre en la sala de la casa y bajo la mirada vigilante de su madre, no me le vayas a hacer la maldad mijo, Susi es una hija de familia y de aquí no sale si no es vestida de blanco y rumbo al altar, sentenciaba siempre Doña Lupe. Pero él no quería hacerle maldades a Susi, él quería acariciarle las trenzas, que ella lo abrazara, mirarle los ojos.
Una vez en una fiesta de quince años se colaron hasta uno de los cuartos, en la penumbra y con el fondo musical de una banda de rock, se miraron a los ojos, expectantes y asustados, porque tenían ganas de tocarse, porque sabían que tenían que hacer algo, algo que todos en su salón ya habían hecho. La presión y la vergüenza de ser el centro de las burlas tenía que terminarse esa noche. Se besaron con torpeza, llenándose la cara de baba, Pablo quitó con muchos trabajos el brasier color salmón que protegía dos incipientes senos temblorosos, ella estaba quieta como una estatua, pero con un leve aliento alcanzó a susurrar mejor no Pablo, mi papá me va a matar si se entera. El recordó lo que había visto en las películas con los cuates y en las revistas que le regalaba su papá, así que le bajó violentamente los calzones, se sacó el pene, se escupió la mano y al verla tan asustada supo que lo estaba haciendo bien, así decían todos que eran las viejas, que decían que no querían pero que si querían, que era parte del juego, que primero se ponían de mustias, pero que todas eran unas putas, pensó en sus hermanas, en las mujeres semidesnudas del congal y se detuvo. Durante el trayecto de regreso a su casa Susi lloraba en silencio, le pidió perdón, prometió que la próxima vez si podría hacerlo, es que le daba mucho miedo que luego ya no la quisiera bien, él no dijo ni una palabra, tenía vergüenza de no ser tan hombre, miedo de ser joto, se sentía un pendejo por no ser capaz de repetir las escenas tantas veces vistas en las películas porno, pero sobre todo estaba confundido, él la había hecho llorar, entonces la quería, eso era el amor. Pablo no volvió a hablar con Susi, pero sí de ella, cuando los cuates preguntaron cómo le había ido, él dijo que más o menos, que ni estaba tan buena, que no le había costado nadita estrenársela, que ahora andaba de rogona pero ya desvirgada, esa morrita no valía nada.
¿Por qué tan solo caballero? Si quiere que le traiga una amiguita nomas me avisa, tenemos para todos los gustos. Le dijo el mesero mientras le servía el tercer trago y lo regresaba a la realidad. Amiguitas tengo muchas, me las consigo solo compañero, no me ofenda. Mas bien le voy encargando una botanita, que me ha tenido muy abandonado, ¿que mi dinero aquí no vale, o qué? Dijo sin mirar al joven que se apresuró a rellenar el platito de los cacahuates. Las cumbias animaban a la gente a centrarse en la pista, los ritmos caribeños eran los más difíciles de resistir, la vibración de las congas y la trompeta le llegaban hasta la espina dorsal, sus pies intentaban moverse sin mucho éxito, los hombros apretados, casi pegados con las orejas se tensaban para no ceder. A veces se daba algunos permisos, sacaba a bailar a sus hermanas en las fiestas, porque claro no iba a dejar que cualquier cabrón las anduviera manoseando y exhibiendo como si fueran unas cualquieras, ellas agradecían la atención sin saber que era él quien más gozaba de estas oportunidades. También bailó en su boda, pero solo el vals, porque es lo que se acostumbra, cuidando que no se asomara por ningún lado su castrador deseo.
A su mujer la conoció en el trabajo, a la tercera cita la llevó a conocer a su familia y a su mamá le pareció que era una muchacha decente y con madera de esposa, eso bastó para que seis meses después estuvieran casados y esperando a su primer hijo, que por su puesto tenía que ser varón. La sensualidad de Patricia lo alteraba tanto como una buena bachata, pero sabía que las cosas que se hacen con las putas no se hacen con la madre de los hijos, así que se limitaba a cogérsela los sábados por la noche después de unas cubas, con la luz apagada y sin muchos preámbulos. Aunque Pablo cumplía, el reconocer la vulnerabilidad de su deseo de intimidad, lo aventaba con coraje de la cama y se largaba a la calle. Ella lloraba su incapacidad de satisfacerlo, de retenerlo en su cuerpo, de orillarlo a buscarse otras, seguramente mejores que ella en las artes amatorias.
En la oscuridad del bar, Pablo ensimismado da vueltas en su cabeza a la escena de hoy. El niño que apenas puede ponerse en pie mueve los brazos al ritmo de la música, cierra los ojos y sonríe. Trae acá, tú eres muy brusco, muy torpe, lo vas a hacer llorar, insiste Patricia cada vez que él se acerca con la intención de alimentarlo, mecerlo o bañarlo; pero le pertenece a su madre y no a él, esas también son cosas de mujeres, Pablo quisiera conocer más a ese hijo que hoy ha bailado en el piso de la sala, ese hijo que lo observa desde el piso disfrutando su capacidad de moverse, ese hijo al que ha mirado fijamente para decirle, vaya quitándose esas mañitas mijo, no se me vaya a hacer joto.
留言